Próximo a presentar su último libro, Memorias, subjetividades y política (Planeta), ya en librerías, Gonzalo Sánchez no deja de repensar la importancia de la memoria para el país, para el Estado, para la ciudadanía, pero principalmente para las víctimas, ese grupo inmenso de compatriotas expoliado, pisoteado, vejado… más un largo y tremendo etcétera que las hace uno de los sectores más vulnerables de la población, y al que se le sigue debiendo y mucho.
Tras dirigir el Centro Nacional de Reparación y Reconciliación y el Centro Nacional de Memoria Histórica, CNMH, Sánchez está dedicado a dar la posibilidad de conocer el detalle de una labor premiada no solo por los grupos de víctimas, destinatarios primordiales, sino por la opinión pública nacional e internacional que le ha dado respaldo.
Quisimos indagarlo sobre un hecho que mereció editoriales, columnas, espacios radiales y hasta un documentado artículo en el diario español El País. Gonzalo Sánchez Gómez es poco mediático. Su lejos es serio y hasta severo. Su cerca es amable y empático, reforzado por sonoras carcajadas que hacen que sus temas, siempre complejos y dramáticos, sean más accesibles y menos trágicos.
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¿Qué tan grave es que la Coalición Internacional de Sitios de Conciencia haya suspendido al Centro Nacional de Memoria Histórica (CNMH) por no suscribir principios relacionados con el reconocimiento del conflicto armado interno y los derechos de las víctimas, medida que se extiende a la Red de Sitios de Memoria Latinoamericanos y Caribeños?
Fue una sorpresa y una sensación de pérdida. Esa relación con la Coalición se construyó paso a paso. La afiliación se dio después de un proceso. Los informes que produjimos fueron evaluados y gracias a ellos nos admitieron. Saber que fuimos transitoriamente desafiliados no es bueno. Y eso lo sintieron el país, la comunidad internacional y las víctimas.
La carga simbólica es también muy pesada. La tendencia de la Coalición es que sus afiliados no sean centros estatales. Fueron dos años negociación. Podemos convertirnos en los parias de la Memoria Histórica, cuando estuvimos dentro de la élite.
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Sin embargo, este ha sido el último episodio de una transición problemática de la que usted no puede ser un espectador más.
Sí. Ha sido imposible mantenerme al margen. Me siento concernido. Aparecen nuevas certezas que ponen en peligro ese legado. Amenazas a la memoria que estaba depositada. La sociedad de hoy no es igual a la de hace 20 o 30 años. Hoy no se acepta el argumento de intentar equilibrar un relato, según un grupo, que dice que el que se hizo estaba sesgado.
Antes el Centro era mirado de manera distinta y las víctimas también. Logramos que la Memoria y las víctimas se dignificaran
Sabíamos que la memoria es un campo de batalla, pero no que la memoria fuera un espacio de imposición. Eso no se resiste. Antes el Centro era mirado de manera distinta y las víctimas también. Logramos que la Memoria y las víctimas se dignificaran.
¿Qué siente frente al legado?
Mucha preocupación porque ese legado corre peligro, pero hay que partir de un hecho, el Centro no es una entidad privada sino una entidad estatal que tiene compromisos pactados y firmados con las víctimas, reglamentados en el mismo acuerdo de paz.
¿Cómo fue ese tránsito de ser un intelectual a dirigir el Centro de Memoria?
Aunque la gestión burocrática es enorme, siempre le di gran importancia al ejercicio de reflexión, a la escritura, a la intervención pública en distintos espacios sobre esos hechos de violencias que relatamos. Ahí está la voz de las comunidades, ellas nos confiaron su voz. El relato fue producido con ellas y por eso una vez finalizado el informe se llevaba hasta las comunidades y el lanzamiento se hacía con ellas.
Esos informes produjeron críticas que algunos siguen repitiendo.
Sí, el exprocurador Ordóñez, por ejemplo, dijo que nosotros llorábamos por un solo ojo, concepto que niega la complejidad de la violencia. No vivimos una guerra bipolar, sino una guerra de muchas bandas. En la mayoría de los sucesos intervienen tres, cuatro actores. En otros, hay un victimario casi único. Visibilizamos a los perpetradores, la guerrilla, en informes sobre el secuestro, el reclutamiento de menores. El tal sesgo no existe. El afán por equilibrar a lo que puede llevar es a desnaturalizar el papel del Centro y, más adelante, el del Museo.
¿Fue nuevo atender, escuchar a las víctimas?
No. Casi toda mi vida lo he hecho. Es un compromiso político, personal, emocional. Con toda la carga afectiva que se compromete al oír el relato de ciertas modalidades de violencia, como las de la violencia sexual o las decapitaciones con motosierra. Es tropezar con una magnitud insondable del conflicto, además de escuchar todo el tiempo insatisfacciones, demandas, recursos, necesidades imposibles de solventar.
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¿De qué magnitud estamos hablando?
El universo de las víctimas es tan grande que lo que hicimos fue fijar líneas transversales y ciertas modalidades de violencia como, por ejemplo, contra la justicia en casos como el de masacre de La Rochela o contra la sociedad civil en la de El Salado. Contra las Fuerzas Militares con los campos minados.
¿Tuvieron litigio con las Fuerzas Militares?
Precisamente hicimos ese informe de minas por considerarlos a ellos como los más afectados, dictamos cursos de manera permanente y mantuvimos interlocución periódica para que hicieran su propio proceso. Aunque no era el objetivo, ellos crearon un Comando de Memoria Histórica Militar y un Museo. Buscaron universidades como sus aliados. No estuvimos de acuerdo, pero los apoyamos y siguen adelante.
De todos los fenómenos asociados a este conflicto, ¿cuál lo impresionó más?
El de la desaparición forzada. Cuando comenzamos se hablaba de cuatro mil personas, según informe de las mismas Asociaciones de Víctimas. Para el año 2013 ese número llegaba a los 25.000 casos y hoy la cifra asciende a 80.000 hombres y mujeres desaparecidos. Como Centro de Memoria Histórica este hecho es una tragedia que equivale a la suma de todas las víctimas de las dictaduras de Chile, Argentina y Brasil. Se trata de una modalidad que fuimos descubriendo. Han sido las víctimas más invisibles. Las más frágiles. Casi todos los demás grupos contaban con vocerías reconocidas.
Una vez la víctima que denuncia tiene que emprender una carrera de obstáculos muy farragosa para lograr algún resultado
Por lo general, se trata de personas del común y sus familiares se siente atemorizados de denunciar o son amenazados, ya que la responsabilidad, en la gran mayoría de los casos, como se ha probado judicialmente, corresponde a agentes de aparatos de seguridad del Estado. Una vez la víctima que denuncia tiene que emprender una carrera de obstáculos muy farragosa para lograr algún resultado.
Identificamos los ríos tumbas, el Cauca, el Magdalena: allí se lanzaban los cuerpos de las víctimas para que se borrara su identidad. Se tiraban los cadáveres con un nivel de sevicia y de perversión más allá de límites racionales.
Esa realidad que plasmaron en informes, que publicitaron, permeó la sociedad. ¿Cree que lograron su cometido?
La sociedad sí fue receptiva. Tal vez no en los términos que hubiéramos querido, pero la experiencia de estos dos últimos años es una prueba de que ni la sociedad ni las víctimas aceptan que se cambien los términos del análisis riguroso, de las reflexiones independientes que hicimos sobre esos años de horror.
La protesta social estaba criminalizada. Si había inconformes se decía que eran guerrilleros de civil. Aunque todavía no ha madurado el proceso de paz, la gente, los jóvenes, sobre todo en las grandes ciudades, se sienten con mayor libertad de protestar. La movilización social continuada y articulada puede frenar los discursos del miedo y devolverle la esperanza al país. Ojalá el bloqueo políticono nos lleve otra vez al ruido de las armas sino al sonido de las cacerolas.
Me ha sorprendido que el eco público se hizo más visible, en el momento de la transición. La gente comenzó a sentir que el trabajo estaba en peligro. Lo cual muestra que sí había un nivel de apropiación de nuestros relatos.
¿Qué pasa con el proceso de paz?
Algo trágico. Su consolidación está a cargo de una fuerza política que no estuvo de acuerdo con el proceso. No se apoya la paz decididamente ni tampoco se condena a quienes están asesinando a los líderes sociales. El Estado esgrime razones para banalizar y minimizar este horror que se vive en las regiones. Se tiende a achacar los crímenes a las disidencias. En un proceso de paz se juntan como en remolino, los problemas del pasado, del presente y del porvenir. Y por ese carácter de remolino la transición resulta tan confusa, pese al laborioso diseño de los estrategas.
La historia de las traiciones nos ha hecho desconfiados de todos (el interlocutor es eventualmente un faltón) y por eso nos metimos por la ruta infinita de regularlo todo. Ojalá no sigamos (partidos, cortes, abogados, ONG) discutiendo incisos… La guerra de la selva se transformó en una interminable guerra jurídica. Se debe romper con esta lógica que nos quiere imponer el mundo político.
¿Hubo mucho optimismo con la firma de los acuerdos?
Sí, nuestra visión fue muy optimista. Considerábamos que era un momento estratégico para que el Estado se centrara en combatir esos otros núcleos de violencia, todas esas formas criminales con las que se convivía. Esas estructuras delictivas coparon casi todos los espacios dejados por la guerrilla y el Estado no hizo presencia como se esperaba. Los matones agazapados se sintieron autorizados a continuar la guerra. Los aparatos de seguridad del Estado desaparecieron o morigeraron su acción.
MYRIAM BAUTISTA
Para EL TIEMPO
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